sábado, 18 de mayo de 2013

El Papa y la dictadura

Artículos de la Semana







El púlpito del Diablo

Por Guillermo Velásquez Forero

Cuando un ejército no tiene oficio, es decir, cuando no existe una guerra, y no puede ejercer su glorioso destino de entregar su vida a la noble, abnegada y heroica misión de defender la soberanía nacional, la integridad de la nación y la vida de todos y cada uno de los ciudadanos, se entrega al ocio parasitario, perverso y destructivo, y puede llegar a corromperse, a traicionar su naturaleza y principios, y a convertirse en una maquinaria criminal muy eficaz para destruir la democracia, la Ley, las libertades y los derechos ciudadanos; para atentar contra la vida de la población, institucionalizar el crimen e imponer el orden y la lógica del terror. Eso ocurrió en Argentina cuando el 24 de marzo de 1976 el gorila antropófago Videla dio golpe de Estado y usurpó el poder; a éste lo sucedieron en el trono sangriento otros dos monstruos terroristas, Viola y Galtieri, hasta 1983 cuando estos eminentes e insaciables vampiros sintieron ganas de vomitar por tanta sangre argentina que habían sorbido en la clandestinidad.
Hay quienes no saben o no recuerdan que esas bestias carniceras cometieron una de las  dictaduras criminales más terribles y devastadoras que haya padecido algún país latinoamericano, y que perpetraron contra el pueblo argentino un genocidio que supera la cifra de treinta mil crímenes salvajemente cobardes, viles y de lesa humanidad; que constituye “el más terrible drama”, “la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje.” Como lo afirma el prólogo del libro-informe de la CONADEP.
Los terroristas y asesinos disfrazados de militares montaron un gobierno absoluto con poderes ilimitados, suprimieron todos los derechos y hasta el más elemental principio de respeto al ser humano, anularon el Poder Judicial e hicieron inoperante el hábeas corpus, y convirtieron el Estado en una maquinaria criminal monstruosa, terrible, implacable e impune, y emprendieron una guerra sucia contra la subversión.
Pero el fanatismo, la paranoia, el instinto homicida desencadenado, el libertinaje y el vandalismo los volvieron videntes y visionarios: en todas partes veían subversivos y terroristas. Y dieron rienda suelta a su vocación de exterminio, creando para tal fin un plan oficial, metódico y sistemático, que incluía secuestro en su lugar de residencia, trabajo, estudio, etc.; robo de sus bienes; desaparición del secuestrado; torturas hasta desfigurar y destrozar a la víctima; asesinato y, la mayoría de las veces, desaparición del cadáver. Todos los crímenes se cometieron siguiendo ese plan y obedeciendo órdenes superiores, para lo cual disponían de carros particulares, militares y policiales; bandas de matones armados y de civil, llamadas la patota; apagones (para hacerse invisibles en las tinieblas); y luz verde o área liberada de presencia policial. Contaban también con centenares de antros de reclusión clandestina donde ocultaban y masacraban a las personas. Además, la prensa estaba bajo censura; y el que fuera capaz de protestar o denunciar, también era asesinado. La mayoría de las víctimas eran inocentes, y a muchos ni siquiera se les acusaba de nada. Los torturadores no eran sicópatas, sádicos, locos ni asesinos congénitos; eran algo peor: militares. Con razón dice Kant, en su tratado La paz perpetua, que los ejércitos regulares deben desaparecer. Sígueme en www.guillermovelasquez.com  www.facebook.com/guillevel54

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