El púlpito del Diablo
Por Guillermo Velásquez Forero
Cuando un ejército no tiene oficio, es decir, cuando no existe
una guerra, y no puede ejercer su glorioso destino de entregar su vida a la
noble, abnegada y heroica misión de defender la soberanía nacional, la
integridad de la nación y la vida de todos y cada uno de los ciudadanos, se
entrega al ocio parasitario, perverso y destructivo, y puede llegar a corromperse,
a traicionar su naturaleza y principios, y a convertirse en una maquinaria
criminal muy eficaz para destruir la democracia, la Ley, las libertades y los
derechos ciudadanos; para atentar contra la vida de la población, institucionalizar
el crimen e imponer el orden y la lógica del terror. Eso ocurrió en Argentina
cuando el 24 de marzo de 1976 el gorila antropófago Videla dio golpe de Estado
y usurpó el poder; a éste lo sucedieron en el trono sangriento otros dos
monstruos terroristas, Viola y Galtieri, hasta 1983 cuando estos eminentes e
insaciables vampiros sintieron ganas de vomitar por tanta sangre argentina que
habían sorbido en la clandestinidad.
Hay quienes no saben o no recuerdan que esas bestias carniceras
cometieron una de las dictaduras
criminales más terribles y devastadoras que haya padecido algún país
latinoamericano, y que perpetraron contra el pueblo argentino un
genocidio que supera la cifra de treinta mil crímenes salvajemente cobardes,
viles y de lesa humanidad; que constituye “el más terrible drama”, “la más
grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje.” Como lo afirma el
prólogo del libro-informe de la CONADEP.
Los terroristas y asesinos disfrazados de militares
montaron un gobierno absoluto con poderes ilimitados, suprimieron todos los
derechos y hasta el más elemental principio de respeto al ser humano, anularon
el Poder Judicial e hicieron inoperante el hábeas corpus, y convirtieron el
Estado en una maquinaria criminal monstruosa, terrible, implacable e impune, y
emprendieron una guerra sucia contra la subversión.
Pero el fanatismo, la paranoia, el instinto homicida desencadenado,
el libertinaje y el vandalismo los volvieron videntes y visionarios: en todas
partes veían subversivos y terroristas. Y dieron rienda suelta a su vocación de
exterminio, creando para tal fin un plan oficial, metódico y sistemático, que
incluía secuestro en su lugar de residencia, trabajo, estudio, etc.; robo de
sus bienes; desaparición del secuestrado; torturas hasta desfigurar y destrozar
a la víctima; asesinato y, la mayoría de las veces, desaparición del cadáver.
Todos los crímenes se cometieron siguiendo ese plan y obedeciendo órdenes
superiores, para lo cual disponían de carros particulares, militares y
policiales; bandas de matones armados y de civil, llamadas la patota; apagones (para hacerse invisibles en las tinieblas); y
luz verde o área liberada de
presencia policial. Contaban también con centenares de antros de reclusión
clandestina donde ocultaban y masacraban a las personas. Además, la prensa
estaba bajo censura; y el que fuera capaz de protestar o denunciar, también era
asesinado. La mayoría de las víctimas eran inocentes, y a muchos ni siquiera se
les acusaba de nada. Los torturadores no eran sicópatas, sádicos, locos ni
asesinos congénitos; eran algo peor: militares. Con razón dice Kant, en su
tratado La paz perpetua, que los
ejércitos regulares deben desaparecer. Sígueme en www.guillermovelasquez.com
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