Una niña pordiosera no tuvo que esperar mucho tiempo para que la fresca flor de su sonrisa se le convirtiera
en una mueca de asco y horror, y en
un acto mágico, como si hubiera viajado a otra vida a la velocidad de los sueños, vivió en segundos los años perdidos de la espera: levantó una mano para
mendigarle una moneda a un hombre, y, al instante, cuando la bajó
empuñando el sucio metal, ya era una prostituta
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