La mano
negra de la noche cayó sobre el pueblo y nos cortó la luz. Y el aire sangró un
silencio espeso donde quedó flotando el miedo. A esa hora ya la luna de
espantos cruzaba por el cielo alumbrándoles el camino a los desterrados. Los
asesinos se hicieron invisibles y ubicuos, y un imperceptible chillido de
murciélagos inoculó el temblor de su sed en las palabras y en el fondo de las
miradas. Y tuvimos que recoger el cuerpo temprano en la indefensa sombra de
nuestras casas.
Ya dormido,
oí disparos muy cerca de mi soledad, pero no supe discernir si sonaron en mis
sueños o afuera. Luego sentí pasos y la fuga de las huellas en el andén, en la
calle, en el fondo de la noche.
El día no
amaneció. En la quebrada, a la orilla de la corriente inmóvil y rumorosa de la
eternidad, sentado en una piedra, agachado y pensativo como si todavía
estuviera rumiando el bagazo de la esperanza, apareció mi cadáver. Y un hermano
mío llegó hasta el lugar de mi muerte, se echó mi despojo al hombro y se fue
por las calles, como quien va con el pucho del mercado para la casa.
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