Por Guillermo Velásquez Forero
La reelección
del presidente Santos ha sido un acontecimiento político sin precedentes en la
historia de la democracia en Colombia. Un número muy alto y decisivo de sus
electores no votó por él como candidato ni como persona, y mucho menos por un
partido o una ideología, sino por una propuesta, la de culminar el proceso de
negociación del conflicto armado y establecer la paz, para iniciar una nueva
vida en la que reine el Estado Social de Derecho, en beneficio de todos,
incluyendo a los devotos de la violencia y los millones de imbéciles que
votaron a favor de la guerra.
Esa propuesta
tuvo gran aceptación en amplios y diversos sectores sociales y logró lo
imposible: poner de acuerdo y movilizar la voluntad política de un sector del
partido conservador, el partido liberal, el partido verde, la izquierda, la
extrema izquierda, intelectuales, artistas, periodistas, trabajadores
independientes y muchas organizaciones, que en forma unánime, inteligente y
responsable decidieron votar por la paz.
Esa extraña e
increíble confabulación de fuerzas enemigas fue la que consiguió impedir que la
ultraderecha, militarista, asesina, retrógrada e
inquisidora, se tomara el poder para gobernar a sangre y fuego a favor de los
ricos, y perpetuar el negocio maldito de la guerra contra los pobres. Este
hecho histórico debería servir de modelo para promover la transformación de la
conciencia del electorado y superar la ceguera, el sectarismo y el fanatismo
embrutecedor que afecta a los votantes a la hora de elegir.
No hay que
mencionar que la campaña que hizo el enemigo fue sucia e indigna, llena de
mentiras, infamias, calumnias y persecuciones contra Santos y la construcción
de la paz. Tampoco es necesario decir que los campesinos, acosados por sus
mezquinos intereses personales, y actuando como traidores y suicidas,
negociaron sus votos a cambio de unas falsas promesas de ayudas económicas, y
apoyaron al temible candidato de la ultraderecha.
Lo cierto es que
ganó la paz, y perdimos la guerra. Porque en una guerra todos pierden, pues
hasta “el victorioso sufre irreparable pérdida” como lo sentencia el
Mahabharata. Nadie ganó nada en ese oficio de verdugos y difuntos que parecía
eterno. Todos perdimos. De nada sirvió derrochar cuantiosas riquezas y perder
tantas y tan valiosas vidas humanas en una guerra interna que el gobierno
derechista hubiera podido resolver oportunamente si su ideal fascista
y su vocación de asesinos no les hubiesen impedido hacer las inversiones y
reformas que el sector campesino y demás pobres necesitaban. Esas bestias
carniceras establecieron que la guerra y la muerte de los líderes del pueblo
eran la única solución de los grandes y arraigados problemas nacionales.
Ahora les toca
al gobierno y a la sociedad, enfrentar los retos, exigencias y cambios
estructurales y de convivencia del postconflicto. Cumplir el Estado Social de
Derecho. Los guerreros deben cambiar de oficio e inventar una nueva vida. Hay
que aprender a vivir en paz, desarmar las mentes, curar los corazones enfermos
de odio y venganza, invertir en la vida
el presupuesto de la guerra, indemnizar a los sobrevivientes y perdonar pero no
olvidar, porque los amnésicos están condenados a repetir su pesadilla.
www.guillevelfor.blogspot.com
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